lunes, 2 de agosto de 2010

Al valle de los que viven

Hacía 15 o 20 años que Carlos Dobal anhelaba con poder llegar al Valle de las Lágrimas, aquella zona donde durante 72 días sobrevivió un grupo de jóvenes a los que las patrullas de búsqueda habían dado por muertos. El lugar donde se había estrellado en 1972, un avión con 45 pasajeros, la mayoría de ellos, jugadores del club Old Christians de Montevideo, era el sitio que el ingeniero agrónomo de 56 años y aficionado al montañismo soñaba con visitar para experimentar, al menos por un rato, las vivencias que habían protagonizado los sobrevivientes de uno de los accidentes aéreos más comentados de la historia. Es que tras dos meses y medio de estar perdidos en la montaña, y gracias al esfuerzo propio, 16 jóvenes habían podido salvarse.


La propuesta de la excursión le llegó casi de casualidad a su correo electrónico y Carlos no dudó en contestar la invitación. Eran casi diez días de expedición a pié hacia el corazón de la cordillera de los Andes al sur de Mendoza. Una experiencia organizada por una escuela de montañismo de Buenos Aires como trabajo en terreno para sus alumnos y egresados. Pero el ingeniero, oriundo de Rufino, nunca había tomado clases con el grupo, detalle que lo hizo dudar de su aceptación para sumarse a la aventura. Decidió entonces enviar la larga lista de intentos y de ascensos exitosos que como aficionado, había hecho en los Andes, y tuvo suerte, los organizadores lo creyeron apto para encarar la travesía. Sólo le faltaba instruirse en la técnica de cruzar los ríos, pero le dijeron que eso lo aprendería sobre la marcha. El sueño comenzaba a hacerse realidad.

Carlos y Adrián Arigone, un colega del ingeniero y amante del trekking, que lo había acompañado en otros viajes a la montaña, ya estaban anotados en la expedición. Adrián era mucho más joven y corpulento que Carlos, pero la dupla que ya se conocía, parecía estar preparada para vivir la experiencia. La travesía estaba pautada entre el 3 y el 10 de enero de 2010 y ellos se encontrarían con el resto del grupo en el Refugio Soler, un viejo puesto de Gendarmería, a unos 50 kilómetros de El Sosneado, en el mendocino departamento de Malargüe, al que se accedía por un camino de ripio utilizado por los camiones de una antigua mina de azufre que funcionaba en la zona a principios del Siglo XX.

El contingente llegado de Buenos Aires estaba conformado por 30 personas, contando a los cinco guías y a dos periodistas que iban a documentar el viaje para un programa especializado en deportes alternativos. Esta aventura tenía una particularidad, al plantearse en el marco de una aplicación en terreno de los cursos que el grupo había dictado en la capital, lo guías no iban al frente de los caminantes en plena montaña, sino que al momento de la salida, les daban ventaja para que ellos solos, divididos en grupos autosuficientes en materia de conocimientos y logística, encontraran el camino adecuado, previo suministro de mapas e itinerarios por parte de los organizadores.

Una vez encontrados todos en el refugio de Gendarmería, pasarían la noche, para encarar al amanecer, el primer día de la travesía. Carlos ya estaba muy ansioso, sabía que al día siguiente, tenía que librar una batalla entre el esfuerzo que le ocasionaba el ascenso y el disfrute que le brindaba estar en la inmensidad de la cordillera, teniendo la firme convicción de volver a casa sano y salvo para relatar su vivencia. Si todo salía como lo previsto, en dos jornadas emprenderían el camino final hacia el Valle de las Lágrimas. Así se proponía encarar cada cima que decidía emprender, siempre trataba de esquivar el riesgo, sobre todo si ese riesgo implicaba dejar de disfrutar o no regresar en buenas condiciones al hogar. Incluso cuando el clima o el cansancio lo vencían, y no podía hacer cumbre, nunca lo invadía la frustración, siempre estaba satisfecho por lograr su meta de ir y volver sano. Parecía que lograr la cumbre para él era un dato menor. Tenía en claro que el objetivo final de la aventura era volver a estar en familia, mostrando las fotos de su periplo. Aquella noche muchos durmieron en el viejo refugio, pero Carlos y Adrián armaron la carpa, conscientes de que ese entramado de tela y varillas sería su único lugar de descanso, donde intercambiarían experiencias en los instantes previos a ser vencidos por el sueño.

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