lunes, 2 de agosto de 2010

Día 4

Tras pasar la primera noche en el campamento tres, la propuesta de los guías fue clara: ascender al punto donde el avión golpeó con las rocas y se partió en dos. El plan era sólo para quienes se sentían con ánimo, fuerzas y con expectativas de vivir un día físicamente intenso. Carlos, que ya experimentaba algo de cansancio, realizó rápidamente su habitual balance entre esfuerzo y disfrute, y concluyó que se encontraba apto para emprender el desafío. La idea era subir de nuevo hacia el Valle de las Lágrimas e inmediatamente después de pasar por los monolitos, desviar con dirección sur, para remontar un complejo desnivel de 600 metros a través del glaciar y finalmente llegar al filo en cuestión, que además conformaba la línea divisora de aguas, límite entre Argentina y Chile.


Salieron bien temprano, a las siete, y a diferencia de los días anteriores, la caravana estaba liderada por los guías, que esta vez habían decidido marchar primeros en la fila ya que los aguardaba el tramo más difícil de todo el viaje. Carlos y Adrián integraban el grupo de 20 expedicionarios que habían aceptado la iniciativa, los diez restantes, los esperarían en la zona de acampe con una suculenta cena. El equipamiento para la ocasión era diferente, ya que el esfuerzo que demandaba la ruta, los obligaba a llevar menos peso en sus mochilas: una vianda, dos o tres litros de agua y pertrechos para pasar el frío, eso era todo.

No hubo sobresaltos hasta llegar al Valle de las Lágrimas, el camino ya era conocido, y si bien no era del todo sencillo, los montañistas cumplieron con el recorrido. La máxima exigencia llegó al momento de iniciar el ascenso a través del glaciar, era una ladera muy empinada que además estaba revestida en hielo. Para cumplir con lo planificado se hizo necesario, más que nunca en toda la expedición, respetar a rajatabla la técnica que se aplicaba en este tipo de subidas. Quienes estaban a la cabeza de la fila eran los que tenían más fuerzas, y ese mote los hacía llevar a cabo la tarea de abrir una brecha en la nieve, clavando violentamente la punta de su calzado en la superficie helada, para dejar conformado el camino que el resto iría pisando.



El avance era muy lento, pero aumentar la velocidad implicaba un agotamiento irreversible en cuestión de minutos. Carlos, el más grande de toda la expedición, debió reducir aún más su marcha y así lograr una lenta, pero sostenida continuidad. Daba un paso y tenía que hacer dos inspiraciones de diez segundos, y si bien era un proceso extremadamente parsimonioso, Carlos nunca dejaba de subir. El resto, se adaptaba al ritmo de los más lentos, eso era ley. El ascenso en forma lineal hacia arriba tampoco estaba permitido, para vencer la pendiente, la vía se abría en zigzag.

La posición del sol marcaba el mediodía y lejos de detenerse para almorzar, Carlos y el resto continuaban subiendo. De pronto, la profundidad de la nieve sorprendió a uno de los primeros caminantes que dio un alarido corto, producto del susto que le llevó el enterrarse. La temperatura y los rayos solares habían derretido la nieve, y el suelo ya no estaba tan firme. El trayecto hasta la cima se terminó haciendo sobre una superficie inestable, donde en todo momento la nieve llegaba hasta las rodillas. Eran las dos de la tarde cuando Carlos, después de un periplo muy penoso, agotador, y complicado, llegó a la línea divisoria de aguas. Quienes lideraban el grupo ya estaban recostados sobre las rocas tratando de reponer fuerzas.

El panorama desde esa ubicación era inmenso, ya no estaban encajonados como cuando habían visitado el Valle que ahora divisaban hacia el noreste. Resultaba difícil dimensionar la violencia del impacto de la aeronave sobre esas piedras que parecían dientes a la espera de una presa. Mientras sus compañeros, que yacían desplomados de la fatiga, respiraban agitados tras el tedioso camino, Carlos volvió a sacar su cámara y comenzó a describir el entorno. Hacia al oeste, la miraba se le perdía entre tantas cumbres, el blanco y el marrón, eran los colores que dominaban el paisaje hasta confundirse con el horizonte, ningún rastro de vida vegetal hacia aquél sector. Por el este, el panorama no era tan diferente, aunque podía distinguirse que la altura de las montañas tendía a disminuir. Orientado con posición noroeste, Carlos identificó el Monte Seler, que llevaba el nombre del padre de Nando Parrado, uno de los sobrevivientes de los Andes, que así lo bautizó cuando encontró su cumbre en su cruzada por llegar a Chile para pedir ayuda.



Desde aquella posición, Carlos entendía la disyuntiva que habían vivido Parrado y su compañero cuando pudieron llegar al pico vecino: seguir con dirección oeste, o virar y caminar hacia el este en busca de la salvación. Finalmente, los uruguayos optaron por la peor ruta y continuaron hacia el oeste. El lado chileno tenía una pendiente muy abrupta, y tratar de descender, implicaba perder la vida entre las piedras. En el ’72, un inverno histórico había generado más nevadas que en otras ocasiones, fue por ese motivo fortuito que los rugbiers, dispuestos a encontrar una salida a su pesadilla, sobrevivieron a la bajada del Monte Seler, que con tanta nieve en sus laderas, suavizaba las caídas.

El cansancio le dio paso a la alegría por conquistar la cumbre y el viento intenso que barría la nieve a sus pies, los obligaba a gritar para poder escucharse. En ese contexto de clima extremo, la picardía de Carlos afloró y junto a otros compañeros decidieron orinar justo en la parte superior de las rocas, pensando, con una ilusión infantil, que la mitad del pis se iría hacia el Atlántico y la otra hacia el Pacífico. Pese al agobio generado por la aventura, Carlos mostraba su buen humor, que también sería protagonista en las jornadas subsiguientes hasta terminar el viaje.

El descenso no fue tarea sencilla, es que la nieve de la ladera estaba ahora más derretida, ya que el sol había pegado fuerte también en la tarde. Si bien ahora tenían el desnivel a su favor, en ocasiones debían luchar contra la nieve pesada que les llegaba hasta la cintura. Así y todo, el regreso era un bálsamo comparado con lo duro que había sido el recorrido de ida. Desandado el camino hasta el campamento tres, quienes se habían quedado en las carpas disfrutando de un día de descanso, recibieron a los exhaustos compañeros con una suculenta sopa. Carlos, aliviado tras la llegada, tomó cinco jarros de una cena que fue para él la mejor de toda la expedición. Con la panza llena, y vencido por el sueño, Carlos buscó su carpa para descansar, de relatar el duro periplo hasta la cima, se ocuparían sus acompañantes.

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