lunes, 2 de agosto de 2010

Día 6

El Río Barroso parecía traer menos agua que en la primera jornada, es que ahora lo estaban cruzando bien temprano y el calor del sol todavía no agilizaba el deshielo. La tarea de vadear este río marcaba el inicio de las actividades del último día, esa noche descansarían de nuevo en el Refugio Soler, y en la mañana, emprenderían el regreso a casa. El trayecto en bajada les permitía detenerse cada tanto para tomar fotografías del contingente, y los grupos, que en el ascenso circulaban separados entre sí, ahora transitaban juntos la senda paralela al Río Lágrimas. Carlos, tocaba la armónica en movimiento, algo que no podía hacer en las etapas de subida, y las familiares melodías acompañaban el ritmo acompasado que los pies daban sobre el pedregullo.

Al momento de arribar a la margen oeste del Rosado, los esperaban de nuevo los baqueanos y sus caballos que, con precisión de relojeros, habían acudido a la cita en fecha y hora exacta para ayudar a los aventureros a franquear los próximos dos caudales. Carlos y Adrián fueron de los primeros en subirse a los equinos y cruzar del otro lado, tarea que les permitió tomar de nuevo la delantera y llegar antes al último río que tenían que traspasar. Llevaban tanta ventaja, que Carlos decidió tomar un baño en las heladas aguas del Atuel, el buen clima, el perfecto estado de ánimo y la necesidad de acicalarse después de varios días de baños turcos, lo hacían necesario. Luego de casi una hora, arribó al lugar todo el contingente y los caballos, que los asistirían en el obstáculo final.

Una vez concluida la operación de cruzar el correntoso Río Atuel, la tarea de reunirse en torno al viejo refugio abandonado por Gendarmería resultó ser una labor sencilla. A pesar de ello, no había uno solo de los expedicionarios que no manifestara su cansancio, acumulado durante la larga marcha de la jornada, sumado a los días precedentes. Pese al agotamiento, la alegría de estar cada vez más cerca de casa se hacía visible en el rostro de Carlos, para él, el objetivo estaba cumplido si podía disfrutar de una aventura y regresar a su hogar, más allá de poder pisar la cumbre, o el sitio del accidente, para el caso particular de esta travesía. Su objetivo, el de reencontrarse con los suyos, estaba solo a un viaje en camioneta, sin pendientes escarpadas, ríos caudalosos, o terrenos inestables que transitar a pié.

Una vez en el puesto, a la vera del camino que ascendía hacia la antigua mina de azufre, los arrieros que les habían dado una mano en el cruce de los ríos, ahora les tenían preparada una sorpresa: siete chivos a la parrilla, que resultaban ser un plato más que delicioso, luego de los almuerzos pasados por alto y las cenas de campaña a las que se habían acostumbrado. Carlos devoró cada una de las porciones y se encargó, uno por uno, de sacarle hasta el más mínimo resto de carne a cada hueso. La sensación de saciedad que no habían experimentado en días, ahora se apoderaba de todos. La comida le dio lugar a la diversión, y los flashes no tardaron en llegar para inmortalizar los rostros felices de cada integrante del grupo.

La noche se cerró sobre el lugar y sabiendo que al siguiente día ya estarían de nuevo en familia relatando las alternativas de un periplo exitoso, se recostaron dentro de sus bolsas de dormir, algunos bajo el refugio ruinoso, tal cual al inicio del recorrido, otros, como Carlos y Adrian, dentro de la carpa que habían armado por última vez. Esa noche, Carlos no pudo evitar pensar de nuevo en los uruguayos.

Trató de imaginarlos una vez más en los Andes, durante la última noche junto a los carabineros chilenos, que habían llegado en helicóptero a la zona, trasladados por los mismos rescatistas que al día siguiente iban a devolverlos a la civilización. Tropas que llegaron guiadas por Nando Parrado, que junto a Roberto Canessa había caminado en la nieve buscando una salida a la trampa que tenía a sus compañeros sentenciados de muerte. La sensación experimentada por los jóvenes en aquel final de la historia, tenía en común con la del ingeniero de 56 años, el estar seguros de regresar a casa. La diferencia radicaba en que durante toda la aventura, y a pesar de los tramos más duros, Carlos disfrutó sabiendo que su vida no estaba en riesgo, los rugbiers perdidos, en cambio, transcurrían cada jornada con la muerte tras de sí, ya que para el resto del mundo, estaban muertos.

Carlos cumplió con el anhelo de conocer el lugar que durante años había imaginado, pero la realización del sueño no parecía modificar demasiado el semblante castigado por los años y el sol reflejado en la nieve. Pese a emprender esta expedición aplicando los mismos principios que en las anteriores, él sabía que de no lograr acceder al Valle de la Lágrimas, el regreso a su casa iba a ser un poco más amargo comparado con otras ocasiones donde no había alcanzado la cima. Pero Carlos prefería continuar sosteniendo su postura y privilegiar el disfrute frente al esfuerzo a cualquier precio, incluso resignando la visita al sitio protagonista de sus desvelos. La vuelta a Rufino, después de aquella última noche y de la despedida afectuosa de sus compañeros, lo iba a encontrar planificando una nueva cita con su gran amor, la montaña.

3 comentarios:

  1. Pato; la verdad que muy muy bueno. Me hubiese gustado mucho hacer ese viaje con él, pero no pude... Papi: Felicitaciones
    Un beso grande,,, Cutu

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  2. Muy buen relato!
    Estoy con la idea de realizar este paseo.
    La lectura dos veces del libro de Fernando Parrado "Milagro en Los Andes" han dejado su hueya en mi.

    Saludos!

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  3. Espero de realizar este paseo.... soy de Italia cerca de Rapallo de onde es lka origin de Canessa

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