La luz del amanecer encontró a los expedicionarios con fuerzas para seguir adelante, mientras saboreaban el desayuno, que en realidad era una simple taza de mate cocido, pero que a esas alturas parecía un banquete real, contemplaban el paisaje que los primeros rayos del sol les regalaban. Los picos nevados, que parecían dientes voraces, y el inevitable deseo de saber sobre cuál de ellos había impactado el avión para partirse en dos, incertidumbre que sería debelada más adelante. La imponente cumbre del Cerro Sosneado, de 5300 msnm, al noreste, como un gigante que escudriñaba el trayecto. Y la pequeñez que experimentaban, ubicados en esa quebrada que tenía como centro el Río Lágrimas, y que se convertía en un ruidoso compañero de la jornada de ascenso.
Carlos, en silencio, comenzaba a esforzarse para ubicarse en la piel de los jóvenes que sin experiencia veían pasar los días y las noches aguardando por la salvación, que nunca hubiera llegado si no fuera por el esfuerzo, que carecía de todo disfrute, de dos de sus compañeros que decidieron vencer a la cordillera.
En este segundo día, la pendiente comenzaba a hacerse sentir en el cuerpo de Carlos, sin embargo, lograba continuar a buen ritmo. El camino hacia el próximo campamento, si bien era ligeramente más cansador que el de la jornada anterior, era más corto y esta vez no tenía cursos de agua en medio. En la medida en que tomaban mas altura, la vegetación, de por sí escaza en esta zona de Mendoza que casi no tiene lluvias, se hacía menos presente, solo un par de arbustos achaparrados y nada más. Dicen que en el ’72, el año del accidente, la zona había sufrido uno de los inviernos más crudos, y que por las grandes nevadas, la flora en la región era todavía mucho menor.
Al momento de la llegada al segundo campamento, Carlos estaba en buenas condiciones, no notaba diferencias con el día anterior, se sentía igual de cansado pero, al mismo tiempo, entusiasmado por seguir después de dormir. Eran las seis de la tarde y los guías descartaron la posibilidad de cruzar el Río Lágrimas, aquel que los había acompañado durante dos jornadas, para seguir camino al campamento tres. Si el curso traía menos agua, existía la posibilidad de vadearlo ese mismo día, y saltear la segunda posta para pasar la noche más arriba, más cerca del ansiado Valle de las Lágrimas. Pero el ruido del agua y el tronar de las piedras que el río empujaba, aseguraban que el cruce iba a producirse bien temprano en la mañana, tal como recomendaban los expertos para las zonas cercanas a las nacientes de deshielo.
Carlos y el resto de la tropa no podían quejarse, el buen tiempo los estaba acompañando. Como habían llegado más temprano que en la jornada anterior y la luz del día todavía permitía divisar el paisaje, decidieron visitar, a unos pocos metros del sitio del acampe, las paredes del Glaciar Negro. Un lugar que les permitió contemplar la inmensidad de una mole de brillante blanco, que se erigía hacia arriba con los constantes desprendimientos de hielo y nieve muy cerca de ellos. Una ceremonia que, sin cesar, les dejaba además, ser testigos del inicio del trayecto que realizaba un río pendiente abajo. Pero ese no fue el único regalo de la naturaleza, el cielo estrellado, sumado a la escasez de viento, avizoraba una noche ideal para descansar al sereno. Y así fue, se ahorraron el gasto de energía que implicaba el armado de las carpas, y en forma circular, como agujas de reloj, con los pies hacia el centro, durmieron al aire libre. La noche fantástica era un presagio de lo intenso que sería el siguiente día.
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