Con la alegría que significaba el haber cumplido con un anhelado sueño, Carlos despertó esa mañana y después del desayuno, junto a sus compañeros, comenzaron a levantar el campamento, mientras conversaban sobre todo lo acontecido. Respetando la misma organización que a la ida, cada grupo con autonomía de conocimientos y herramientas, emprendieron el regreso por la misma senda. El cruce del Río Lágrimas, aquel que en sus nacientes alojaba a los fallecidos que no resistieron la espera del rescate, se realizó casi como un trámite, y los guías, que observaban el proceder de sus alumnos, parecían estar más que satisfechos del comportamiento que demostraban los montañistas.
Al momento de caminar por el llano donde hacía dos noches habían armado el segundo campamento, lo pasaron de largo, y mientras la marcha continuaba, alguno recordaba el percance vivido con un calentador mientras cocinaban la cena después del segundo día de trekking. La noche la pasarían en el primer campamento, justo antes de cruzar el Barroso. Para Carlos, el descenso, si bien requería de la atención para evitar el tropiezo o alguna lesión, sobre todo en los tobillos, era una instancia para relajarse y disfrutar del paisaje a cada paso. Es así como la charla con Adrián, su compañero de ruta, ahora surgía espontáneamente y giraba en torno a las características geográficas del lugar por donde transitaban.
Finalizada la caminata del día, la noche se hizo presente y encontró a los expedicionarios cenando juntos, las anécdotas sobre excursiones anteriores fluían como el agua del río que corría ruidosa muy cerca de ellos. Parecía que solo faltaba una guitarra para cantar una que todos supieran, pero era imposible cargar con semejante instrumento hasta esas latitudes, ya tenían bastante con el equipaje característico del acampante. Pero Carlos, tenía un as y no precisamente bajo la manga, él lo llevaba en su riñonera: una armónica con la que comenzó a interpretar canciones de la infancia, que el resto de la comitiva reconoció con facilidad y cantó con letras improvisadas entre carcajadas que surgían sinceras. Todos fueron a dormir con una sonrisa, al amanecer iniciarían la jornada final de la travesía.
Al momento de caminar por el llano donde hacía dos noches habían armado el segundo campamento, lo pasaron de largo, y mientras la marcha continuaba, alguno recordaba el percance vivido con un calentador mientras cocinaban la cena después del segundo día de trekking. La noche la pasarían en el primer campamento, justo antes de cruzar el Barroso. Para Carlos, el descenso, si bien requería de la atención para evitar el tropiezo o alguna lesión, sobre todo en los tobillos, era una instancia para relajarse y disfrutar del paisaje a cada paso. Es así como la charla con Adrián, su compañero de ruta, ahora surgía espontáneamente y giraba en torno a las características geográficas del lugar por donde transitaban.
Finalizada la caminata del día, la noche se hizo presente y encontró a los expedicionarios cenando juntos, las anécdotas sobre excursiones anteriores fluían como el agua del río que corría ruidosa muy cerca de ellos. Parecía que solo faltaba una guitarra para cantar una que todos supieran, pero era imposible cargar con semejante instrumento hasta esas latitudes, ya tenían bastante con el equipaje característico del acampante. Pero Carlos, tenía un as y no precisamente bajo la manga, él lo llevaba en su riñonera: una armónica con la que comenzó a interpretar canciones de la infancia, que el resto de la comitiva reconoció con facilidad y cantó con letras improvisadas entre carcajadas que surgían sinceras. Todos fueron a dormir con una sonrisa, al amanecer iniciarían la jornada final de la travesía.
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