El tercero era un día clave en el recorrido, la rutina de la primera y la segunda jornada se alteraría luego del cruce del Lágrimas. Carlos se encontró con un río menos ruidoso que el de la noche y la calma del agua, era indicio de que podrían atravesarlo. A esta altura, el cuarto curso de agua para sortear, ya no había temores de accidentes, y además ya se respiraba un ambiente especial en el grupo, indicio de que algo realmente emocionante se aproximaba: esa misma tarde visitarían el sitio donde quedó varado el fuselaje luego del violento accidente.
Una vez en la margen sur del Lágrimas, el trayecto al emplazamiento del tercer campamento era el más corto de todos, aunque había que desafiar una pendiente más importante a las anteriores. A las 11 de la mañana todo el contingente ya se predisponía a preparar el campamento. Estaban ansiosos por dejar el lugar listo rápidamente, es que inmediatamente después de armar las carpas, iniciarían la última marcha al lugar donde permanecían enterradas las víctimas. El campamento tres iba a quedar instalado durante dos noches, ya que los que quisieran, al día siguiente, podrían ascender al pico donde había impactado el avión que luego se deslizó por la ladera. La distancia entre los campamentos dos y tres era muy corta, ya que habían tenido que pernoctar de manera forzosa antes de cruzar el río Lágrimas y no podían armar las carpas más cerca del valle porque el terreno restante estaba dominado por la nieve y el hielo.
El campamento tres ya estaba listo, solo quedaba emprender el último tramo hacia el Valle de las Lágrimas. El trayecto era de unos cinco kilómetros, donde el terreno escarpado y pedregoso era el protagonista. Carlos ya no podía creerlo, estaba a punto de vivir un momento imaginado por años. En el ’72 él tenía 18, y animado por el espíritu de la aventura, por primera vez tomaba la mochila y junto a sus amigos, viajaban hacia los cerros cercanos a Bariloche, para experimentar las primeras cumbres. Fue en ese verano que habiéndose enterado de la hazaña, nunca más pudo despegarse del interés por la historia de los uruguayos. Ese interés que hoy lo tenía ahí, en medio de los Andes, reconstruyendo una novela digna del género fantástico.
Parecían estar cerca, pero el paisaje quebrado todavía no dejaba divisar aquel valle, que no era tal, sino un terreno menos empinado que el entorno, pero que estaba igualmente inclinado hacia el noreste y donde un gran glaciar, que se elevaba hacia las cumbres que marcaban el límite con Chile, parecía ser el dueño del lugar. Luego de transitar por una tediosa senda que en forma de caracol les permitía vencer el desnivel, y casi sobre el final de la quebrada, los primeros en la caravana gritaron desencajados que podían ver unas cruces. El paso cansino y seguro, le dio lugar a una marcha ágil, que parecía ignorar el agotamiento que cada uno llevaba tras las jornadas de travesía. Las cruces, enterradas en un roquerío sobre uno de los laterales del glaciar, estaban cada vez más cerca, no eran imponentes, pero ganaban en presencia por lo que representaban.
Carlos, a medida que se acercaba, ya no podía ocultar su emoción. Tomó su cámara y como nunca (odiaba el trámite de sacar fotos o grabar), comenzó a registrar en video aquellos instantes. Trataba de relatar dónde estaba, algo más que obvio a esa altura, pero su voz, entrecortada por el impacto y el cansancio, le impedía describir su entorno con objetividad. Sólo él podía dimensionar el significado que le representaba estar ahí. Enumeró algunos de sus compañeros de ruta, y tratando de ocultar las lágrimas que ya estaban secas por el viento, guardo de nuevo su cámara: ya había documento lo necesario como prueba de su paso por aquel sitio, el resto sería completado con su relato una vez en casa.
Las cruces no estaban solas, las acompañaban un sinnúmero de placas de familiares y expedicionarios que a lo largo de los veranos habían llegado para rendir homenaje. Debajo del lugar que estaban pisando, estaban enterrados los 29 fallecidos del accidente, algunos cremados y vueltos a traer y otros que nunca dejaron los Andes. Muy cerca de allí, en un espacio de unos dos metros por cuatro, restos del avión: bobinas, cables, pedazos de aluminio. Un poco más allá, un monolito de color negro, imponente ante tanta nada, con los nombres de los muertos y los sobrevivientes grabados en la piedra. Era el tótem que había construido, unos cuatro años antes, Las Leñas S.A., el conocido centro de ski, que hoy era el propietario de esas tierras. Aunque sonaba raro, ese lugar que parecía tan distante de un registro de la propiedad, tenía dueño y no precisamente aquellos que lo habían habitado durante 72 días.
Eso era todo, en el lugar no había más rastros de presencia humana, ni el fuselaje tubular que les había servido de refugio a los sobrevivientes, ni la cola de la aeronave hallada mucho más arriba en el glaciar, formaban parte del paisaje. Para Carlos, que seguía sin creer donde estaba, la ausencia de esos íconos tan representativos de la historia, no constituía problema alguno. Caminó como pudo por el hielo, y mientras lo hacía, parecía adivinar dónde se había ubicado el fuselaje en medio de tanta inmensidad, lograba meterse en la piel de algunos de los que, luego de terminada la carrera alocada de la máquina de la Fuerza Aérea Uruguaya, salieron de entre los hierros retorcidos y caminaron sobre ese mismo suelo helado sin creer que aún permanecían con vida. Carlos, para este momento, ya había entablado un diálogo personal con el lugar y su historia, y en cada rincón, tras años de recopilar información del accidente, parecía hallar referencias que le sonaban familiares.
Dicen que la nariz y el tubo donde los sobrevivientes se refugiaron del frío, fueron desmantelados y bajados por Gendarmería Argentina, para que ya nadie vuelva a utilizarlos como hogar improvisado en las excursiones sucesivas. Según los conocedores del lugar, bajo la gruesa capa de nieve y hielo, permanecía todavía un ala, sepultada por los inviernos posteriores al accidente, y al final del glaciar pendiente abajo, en las nacientes del Río Lágrimas, la cola, que se dejaba ver desde algún promontorio, pero que en esa ocasión, ni los guías, ni Carlos habían podido distinguirla de entre las rocas.
La sensación de ahogo era tremenda, como estar dentro de un gran anfiteatro cerrado herméticamente. La visión desde allí, no dejaba ver nada más allá de los picos del sur, el norte y el oeste. Hacia el este, desde donde provenía la expedición de Carlos, si bien el terreno no estaba obstaculizado por las cercanas paredes rocosas que dominaban el panorama restante, no se veía ninguna meseta en la que pudiera encontrarse rastros de civilización, solo los contornos de más montañas y el imponente Cerro Sosneado, mole gigante ubicada en plena precordillera, pero que por sus dimensiones era digna de formar parte de los Andes centrales.
Desde aquel sitio desolado, sonaba lógico que los uruguayos no tuvieran ninguna perspectiva cierta sobre la ruta a seguir para encontrar ayuda. A principios de los ‘70, eligieron la vía más difícil, casi imposible de realizar hoy hasta por el andinista más experimentado, atravesar las cumbres del oeste y buscar la salvación hacia Chile, la travesía les llevó diez días y fueron encontrados casi moribundos por el arriero que les prestó la primera asistencia. Carlos y sus compañeros, a diferencia de los jóvenes del avión, tenían la tranquilidad de conocer el camino más sencillo para regresar a casa.
Luego de dos horas de permanencia, era momento de la retirada, antes, reunidos frente a las cruces, toda la comitiva se unió en un rezo, era el instante de homenaje a las víctimas. Carlos, tomó su mochila como el resto, y emprendió la vuelta al campamento, al día siguiente junto a algunos de los expedicionarios, volverían a pasar por el valle para ascender hacia las salientes donde había impactado el avión. La marcha hacia las carpas los encontró en silencio, todavía impactados por lo vivido. Recién en la cena volvieron a ser los de siempre, aquellos que cada noche, desde el inicio de la travesía y antes de meterse en las bolsas de dormir, conversaban sobre los sucedido en la jornada de aventura.
Una vez en la margen sur del Lágrimas, el trayecto al emplazamiento del tercer campamento era el más corto de todos, aunque había que desafiar una pendiente más importante a las anteriores. A las 11 de la mañana todo el contingente ya se predisponía a preparar el campamento. Estaban ansiosos por dejar el lugar listo rápidamente, es que inmediatamente después de armar las carpas, iniciarían la última marcha al lugar donde permanecían enterradas las víctimas. El campamento tres iba a quedar instalado durante dos noches, ya que los que quisieran, al día siguiente, podrían ascender al pico donde había impactado el avión que luego se deslizó por la ladera. La distancia entre los campamentos dos y tres era muy corta, ya que habían tenido que pernoctar de manera forzosa antes de cruzar el río Lágrimas y no podían armar las carpas más cerca del valle porque el terreno restante estaba dominado por la nieve y el hielo.
El campamento tres ya estaba listo, solo quedaba emprender el último tramo hacia el Valle de las Lágrimas. El trayecto era de unos cinco kilómetros, donde el terreno escarpado y pedregoso era el protagonista. Carlos ya no podía creerlo, estaba a punto de vivir un momento imaginado por años. En el ’72 él tenía 18, y animado por el espíritu de la aventura, por primera vez tomaba la mochila y junto a sus amigos, viajaban hacia los cerros cercanos a Bariloche, para experimentar las primeras cumbres. Fue en ese verano que habiéndose enterado de la hazaña, nunca más pudo despegarse del interés por la historia de los uruguayos. Ese interés que hoy lo tenía ahí, en medio de los Andes, reconstruyendo una novela digna del género fantástico.
Parecían estar cerca, pero el paisaje quebrado todavía no dejaba divisar aquel valle, que no era tal, sino un terreno menos empinado que el entorno, pero que estaba igualmente inclinado hacia el noreste y donde un gran glaciar, que se elevaba hacia las cumbres que marcaban el límite con Chile, parecía ser el dueño del lugar. Luego de transitar por una tediosa senda que en forma de caracol les permitía vencer el desnivel, y casi sobre el final de la quebrada, los primeros en la caravana gritaron desencajados que podían ver unas cruces. El paso cansino y seguro, le dio lugar a una marcha ágil, que parecía ignorar el agotamiento que cada uno llevaba tras las jornadas de travesía. Las cruces, enterradas en un roquerío sobre uno de los laterales del glaciar, estaban cada vez más cerca, no eran imponentes, pero ganaban en presencia por lo que representaban.
Carlos, a medida que se acercaba, ya no podía ocultar su emoción. Tomó su cámara y como nunca (odiaba el trámite de sacar fotos o grabar), comenzó a registrar en video aquellos instantes. Trataba de relatar dónde estaba, algo más que obvio a esa altura, pero su voz, entrecortada por el impacto y el cansancio, le impedía describir su entorno con objetividad. Sólo él podía dimensionar el significado que le representaba estar ahí. Enumeró algunos de sus compañeros de ruta, y tratando de ocultar las lágrimas que ya estaban secas por el viento, guardo de nuevo su cámara: ya había documento lo necesario como prueba de su paso por aquel sitio, el resto sería completado con su relato una vez en casa.
Las cruces no estaban solas, las acompañaban un sinnúmero de placas de familiares y expedicionarios que a lo largo de los veranos habían llegado para rendir homenaje. Debajo del lugar que estaban pisando, estaban enterrados los 29 fallecidos del accidente, algunos cremados y vueltos a traer y otros que nunca dejaron los Andes. Muy cerca de allí, en un espacio de unos dos metros por cuatro, restos del avión: bobinas, cables, pedazos de aluminio. Un poco más allá, un monolito de color negro, imponente ante tanta nada, con los nombres de los muertos y los sobrevivientes grabados en la piedra. Era el tótem que había construido, unos cuatro años antes, Las Leñas S.A., el conocido centro de ski, que hoy era el propietario de esas tierras. Aunque sonaba raro, ese lugar que parecía tan distante de un registro de la propiedad, tenía dueño y no precisamente aquellos que lo habían habitado durante 72 días.
Eso era todo, en el lugar no había más rastros de presencia humana, ni el fuselaje tubular que les había servido de refugio a los sobrevivientes, ni la cola de la aeronave hallada mucho más arriba en el glaciar, formaban parte del paisaje. Para Carlos, que seguía sin creer donde estaba, la ausencia de esos íconos tan representativos de la historia, no constituía problema alguno. Caminó como pudo por el hielo, y mientras lo hacía, parecía adivinar dónde se había ubicado el fuselaje en medio de tanta inmensidad, lograba meterse en la piel de algunos de los que, luego de terminada la carrera alocada de la máquina de la Fuerza Aérea Uruguaya, salieron de entre los hierros retorcidos y caminaron sobre ese mismo suelo helado sin creer que aún permanecían con vida. Carlos, para este momento, ya había entablado un diálogo personal con el lugar y su historia, y en cada rincón, tras años de recopilar información del accidente, parecía hallar referencias que le sonaban familiares.
Dicen que la nariz y el tubo donde los sobrevivientes se refugiaron del frío, fueron desmantelados y bajados por Gendarmería Argentina, para que ya nadie vuelva a utilizarlos como hogar improvisado en las excursiones sucesivas. Según los conocedores del lugar, bajo la gruesa capa de nieve y hielo, permanecía todavía un ala, sepultada por los inviernos posteriores al accidente, y al final del glaciar pendiente abajo, en las nacientes del Río Lágrimas, la cola, que se dejaba ver desde algún promontorio, pero que en esa ocasión, ni los guías, ni Carlos habían podido distinguirla de entre las rocas.
La sensación de ahogo era tremenda, como estar dentro de un gran anfiteatro cerrado herméticamente. La visión desde allí, no dejaba ver nada más allá de los picos del sur, el norte y el oeste. Hacia el este, desde donde provenía la expedición de Carlos, si bien el terreno no estaba obstaculizado por las cercanas paredes rocosas que dominaban el panorama restante, no se veía ninguna meseta en la que pudiera encontrarse rastros de civilización, solo los contornos de más montañas y el imponente Cerro Sosneado, mole gigante ubicada en plena precordillera, pero que por sus dimensiones era digna de formar parte de los Andes centrales.
Desde aquel sitio desolado, sonaba lógico que los uruguayos no tuvieran ninguna perspectiva cierta sobre la ruta a seguir para encontrar ayuda. A principios de los ‘70, eligieron la vía más difícil, casi imposible de realizar hoy hasta por el andinista más experimentado, atravesar las cumbres del oeste y buscar la salvación hacia Chile, la travesía les llevó diez días y fueron encontrados casi moribundos por el arriero que les prestó la primera asistencia. Carlos y sus compañeros, a diferencia de los jóvenes del avión, tenían la tranquilidad de conocer el camino más sencillo para regresar a casa.
Luego de dos horas de permanencia, era momento de la retirada, antes, reunidos frente a las cruces, toda la comitiva se unió en un rezo, era el instante de homenaje a las víctimas. Carlos, tomó su mochila como el resto, y emprendió la vuelta al campamento, al día siguiente junto a algunos de los expedicionarios, volverían a pasar por el valle para ascender hacia las salientes donde había impactado el avión. La marcha hacia las carpas los encontró en silencio, todavía impactados por lo vivido. Recién en la cena volvieron a ser los de siempre, aquellos que cada noche, desde el inicio de la travesía y antes de meterse en las bolsas de dormir, conversaban sobre los sucedido en la jornada de aventura.
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