lunes, 2 de agosto de 2010

Al valle de los que viven

Hacía 15 o 20 años que Carlos Dobal anhelaba con poder llegar al Valle de las Lágrimas, aquella zona donde durante 72 días sobrevivió un grupo de jóvenes a los que las patrullas de búsqueda habían dado por muertos. El lugar donde se había estrellado en 1972, un avión con 45 pasajeros, la mayoría de ellos, jugadores del club Old Christians de Montevideo, era el sitio que el ingeniero agrónomo de 56 años y aficionado al montañismo soñaba con visitar para experimentar, al menos por un rato, las vivencias que habían protagonizado los sobrevivientes de uno de los accidentes aéreos más comentados de la historia. Es que tras dos meses y medio de estar perdidos en la montaña, y gracias al esfuerzo propio, 16 jóvenes habían podido salvarse.


La propuesta de la excursión le llegó casi de casualidad a su correo electrónico y Carlos no dudó en contestar la invitación. Eran casi diez días de expedición a pié hacia el corazón de la cordillera de los Andes al sur de Mendoza. Una experiencia organizada por una escuela de montañismo de Buenos Aires como trabajo en terreno para sus alumnos y egresados. Pero el ingeniero, oriundo de Rufino, nunca había tomado clases con el grupo, detalle que lo hizo dudar de su aceptación para sumarse a la aventura. Decidió entonces enviar la larga lista de intentos y de ascensos exitosos que como aficionado, había hecho en los Andes, y tuvo suerte, los organizadores lo creyeron apto para encarar la travesía. Sólo le faltaba instruirse en la técnica de cruzar los ríos, pero le dijeron que eso lo aprendería sobre la marcha. El sueño comenzaba a hacerse realidad.

Carlos y Adrián Arigone, un colega del ingeniero y amante del trekking, que lo había acompañado en otros viajes a la montaña, ya estaban anotados en la expedición. Adrián era mucho más joven y corpulento que Carlos, pero la dupla que ya se conocía, parecía estar preparada para vivir la experiencia. La travesía estaba pautada entre el 3 y el 10 de enero de 2010 y ellos se encontrarían con el resto del grupo en el Refugio Soler, un viejo puesto de Gendarmería, a unos 50 kilómetros de El Sosneado, en el mendocino departamento de Malargüe, al que se accedía por un camino de ripio utilizado por los camiones de una antigua mina de azufre que funcionaba en la zona a principios del Siglo XX.

El contingente llegado de Buenos Aires estaba conformado por 30 personas, contando a los cinco guías y a dos periodistas que iban a documentar el viaje para un programa especializado en deportes alternativos. Esta aventura tenía una particularidad, al plantearse en el marco de una aplicación en terreno de los cursos que el grupo había dictado en la capital, lo guías no iban al frente de los caminantes en plena montaña, sino que al momento de la salida, les daban ventaja para que ellos solos, divididos en grupos autosuficientes en materia de conocimientos y logística, encontraran el camino adecuado, previo suministro de mapas e itinerarios por parte de los organizadores.

Una vez encontrados todos en el refugio de Gendarmería, pasarían la noche, para encarar al amanecer, el primer día de la travesía. Carlos ya estaba muy ansioso, sabía que al día siguiente, tenía que librar una batalla entre el esfuerzo que le ocasionaba el ascenso y el disfrute que le brindaba estar en la inmensidad de la cordillera, teniendo la firme convicción de volver a casa sano y salvo para relatar su vivencia. Si todo salía como lo previsto, en dos jornadas emprenderían el camino final hacia el Valle de las Lágrimas. Así se proponía encarar cada cima que decidía emprender, siempre trataba de esquivar el riesgo, sobre todo si ese riesgo implicaba dejar de disfrutar o no regresar en buenas condiciones al hogar. Incluso cuando el clima o el cansancio lo vencían, y no podía hacer cumbre, nunca lo invadía la frustración, siempre estaba satisfecho por lograr su meta de ir y volver sano. Parecía que lograr la cumbre para él era un dato menor. Tenía en claro que el objetivo final de la aventura era volver a estar en familia, mostrando las fotos de su periplo. Aquella noche muchos durmieron en el viejo refugio, pero Carlos y Adrián armaron la carpa, conscientes de que ese entramado de tela y varillas sería su único lugar de descanso, donde intercambiarían experiencias en los instantes previos a ser vencidos por el sueño.

Día 1

Al despertar, el día los recibía con un sol que los invitaba a iniciar la caminata. Ya divididos en grupos, los 30 expedicionarios desayunaron y partieron con rumbo noroeste, para encontrarse, unas horas más tarde, con un grupo de baqueanos y sus caballos, y así emprender el cruce del primer río, el Atuel, el mismo que, aguas abajo, cerca de San Rafael, era característico por su rápidos y por el famoso cañadón que formaba. Para Carlos, el cruce fue todo una experiencia, por momentos teñida por el temor a que el caballo trastabillara con su improvisado jinete arriba. En pleno cruce, el agua del curso llegaba a la panza de los animales y a las botas de los expedicionarios.

Una vez al oeste del río, se apartaron definitivamente del camino de ripio que seguía al norte, como una huella que buscaba la vieja mina de azufre en las nacientes del Atuel. Se encontraban ahora cerca de la margen norte del Río Lágrimas (afluente del Atuel) y la tarea era hallar un sendero al oeste, paralelo al Lágrimas, para continuar el camino. Faltaban cruzar todavía dos ríos más para armar finalmente el primer campamento según lo previsto. Si bien la pendiente no era muy marcada, la jornada tenía planificada una larga caminata. Es en esta etapa, que pese a ser los más grandes, Carlos y Adrián, que demostraban ser bastante experimentados en el terreno, encabezaban la caravana de grupos y eran tomados como referencia por los guías, para alentar a los restantes a continuar a buen ritmo en la marcha.


Después de unas cuatro horas de caminata, se toparon con el segundo de los obstáculos, el Río Rosado, que desaguaba en el Lágrimas de norte a sur. Para cruzar este surco encajonado pero muy caudaloso, debieron requerir de nuevo la ayuda de los caballos que los habían acompañado de un río a otro. Carlos y su compañero llegaron al mismo tiempo que los baqueanos, y debieron esperar al resto para emprender el cruce. Esta vez, la maniobra se presentaba un poco más familiar para los montañistas que nunca antes habían sorteado este tipo de accidentes geográficos. Los caballos parecían adaptarse muy bien a las condiciones del paisaje, ya que eran utilizados a menudo por la mayoría de los excursionistas que visitaban la zona del accidente del avión uruguayo, y que a diferencia de trayecto hecho a pié, en cabalgata, duraba un día menos.

Después del Rosado, la senda seguía en la misma dirección para llegar, al final de la jornada, al campamento uno, ubicado justo después de cruzar el último de los ríos que el camino impondría ese día: el Río Barroso. Todos los que llegaran hasta la margen del Barroso, deberían aguardar al resto del contingente, ya que este curso iba a ser cruzado de a pié. Es aquí donde la pericia de cada uno se ponía en práctica, evitando resbalarse con una piedra del fondo. Es que caer, aseguraba que uno se mojara integro, con el consiguiente riesgo de sufrir el frio del agua helada y las prendas húmedas. Cada aventurero sabía que en caso de que un compañero patinase dentro de las aguas, debían tirar de la cuerda para arrastrarlo hacia la orilla cuanto antes en el caso de que estuviera atado, o seguirlo aguas abajo hasta que pudiera salir por sus propios medios, e inmediatamente después, desvestirlo y darle ropa seca.

El buen sitio de acampe estaba del otro lado del río, pero el caudal podía obligarlos a pernoctar antes del cruce ya que a esa hora (entrada la tarde), el agua proveniente del deshielo montaña arriba, era mucha mayor que en la mañana. Finalmente la decisión de los guías fue la de atravesar el río evitando esperar al día siguiente. Sin sufrir ningún sobresalto, cada grupo cruzó con sus pantalones arremangados y sus sandalias ajustadas, preparadas para la ocasión. Después de una jornada donde Carlos había tenido la experiencia de vadear tres correntosos ríos y de haber marchado a buen ritmo liderando la caravana junto a Adrián, se predisponían a descansar. El día siguiente tendrían que caminar menos, pero la pendiente iba a incrementarse. La noche llegó y Carlos estaba contento, hasta ahora todo salía como estaba planificado, el disfrute todavía vencía al esfuerzo.




Día 2

La luz del amanecer encontró a los expedicionarios con fuerzas para seguir adelante, mientras saboreaban el desayuno, que en realidad era una simple taza de mate cocido, pero que a esas alturas parecía un banquete real, contemplaban el paisaje que los primeros rayos del sol les regalaban. Los picos nevados, que parecían dientes voraces, y el inevitable deseo de saber sobre cuál de ellos había impactado el avión para partirse en dos, incertidumbre que sería debelada más adelante. La imponente cumbre del Cerro Sosneado, de 5300 msnm, al noreste, como un gigante que escudriñaba el trayecto. Y la pequeñez que experimentaban, ubicados en esa quebrada que tenía como centro el Río Lágrimas, y que se convertía en un ruidoso compañero de la jornada de ascenso.

Carlos, en silencio, comenzaba a esforzarse para ubicarse en la piel de los jóvenes que sin experiencia veían pasar los días y las noches aguardando por la salvación, que nunca hubiera llegado si no fuera por el esfuerzo, que carecía de todo disfrute, de dos de sus compañeros que decidieron vencer a la cordillera.



En este segundo día, la pendiente comenzaba a hacerse sentir en el cuerpo de Carlos, sin embargo, lograba continuar a buen ritmo. El camino hacia el próximo campamento, si bien era ligeramente más cansador que el de la jornada anterior, era más corto y esta vez no tenía cursos de agua en medio. En la medida en que tomaban mas altura, la vegetación, de por sí escaza en esta zona de Mendoza que casi no tiene lluvias, se hacía menos presente, solo un par de arbustos achaparrados y nada más. Dicen que en el ’72, el año del accidente, la zona había sufrido uno de los inviernos más crudos, y que por las grandes nevadas, la flora en la región era todavía mucho menor.

Al momento de la llegada al segundo campamento, Carlos estaba en buenas condiciones, no notaba diferencias con el día anterior, se sentía igual de cansado pero, al mismo tiempo, entusiasmado por seguir después de dormir. Eran las seis de la tarde y los guías descartaron la posibilidad de cruzar el Río Lágrimas, aquel que los había acompañado durante dos jornadas, para seguir camino al campamento tres. Si el curso traía menos agua, existía la posibilidad de vadearlo ese mismo día, y saltear la segunda posta para pasar la noche más arriba, más cerca del ansiado Valle de las Lágrimas. Pero el ruido del agua y el tronar de las piedras que el río empujaba, aseguraban que el cruce iba a producirse bien temprano en la mañana, tal como recomendaban los expertos para las zonas cercanas a las nacientes de deshielo.

Carlos y el resto de la tropa no podían quejarse, el buen tiempo los estaba acompañando. Como habían llegado más temprano que en la jornada anterior y la luz del día todavía permitía divisar el paisaje, decidieron visitar, a unos pocos metros del sitio del acampe, las paredes del Glaciar Negro. Un lugar que les permitió contemplar la inmensidad de una mole de brillante blanco, que se erigía hacia arriba con los constantes desprendimientos de hielo y nieve muy cerca de ellos. Una ceremonia que, sin cesar, les dejaba además, ser testigos del inicio del trayecto que realizaba un río pendiente abajo. Pero ese no fue el único regalo de la naturaleza, el cielo estrellado, sumado a la escasez de viento, avizoraba una noche ideal para descansar al sereno. Y así fue, se ahorraron el gasto de energía que implicaba el armado de las carpas, y en forma circular, como agujas de reloj, con los pies hacia el centro, durmieron al aire libre. La noche fantástica era un presagio de lo intenso que sería el siguiente día.

Día 3

El tercero era un día clave en el recorrido, la rutina de la primera y la segunda jornada se alteraría luego del cruce del Lágrimas. Carlos se encontró con un río menos ruidoso que el de la noche y la calma del agua, era indicio de que podrían atravesarlo. A esta altura, el cuarto curso de agua para sortear, ya no había temores de accidentes, y además ya se respiraba un ambiente especial en el grupo, indicio de que algo realmente emocionante se aproximaba: esa misma tarde visitarían el sitio donde quedó varado el fuselaje luego del violento accidente.



Una vez en la margen sur del Lágrimas, el trayecto al emplazamiento del tercer campamento era el más corto de todos, aunque había que desafiar una pendiente más importante a las anteriores. A las 11 de la mañana todo el contingente ya se predisponía a preparar el campamento. Estaban ansiosos por dejar el lugar listo rápidamente, es que inmediatamente después de armar las carpas, iniciarían la última marcha al lugar donde permanecían enterradas las víctimas. El campamento tres iba a quedar instalado durante dos noches, ya que los que quisieran, al día siguiente, podrían ascender al pico donde había impactado el avión que luego se deslizó por la ladera. La distancia entre los campamentos dos y tres era muy corta, ya que habían tenido que pernoctar de manera forzosa antes de cruzar el río Lágrimas y no podían armar las carpas más cerca del valle porque el terreno restante estaba dominado por la nieve y el hielo.

El campamento tres ya estaba listo, solo quedaba emprender el último tramo hacia el Valle de las Lágrimas. El trayecto era de unos cinco kilómetros, donde el terreno escarpado y pedregoso era el protagonista. Carlos ya no podía creerlo, estaba a punto de vivir un momento imaginado por años. En el ’72 él tenía 18, y animado por el espíritu de la aventura, por primera vez tomaba la mochila y junto a sus amigos, viajaban hacia los cerros cercanos a Bariloche, para experimentar las primeras cumbres. Fue en ese verano que habiéndose enterado de la hazaña, nunca más pudo despegarse del interés por la historia de los uruguayos. Ese interés que hoy lo tenía ahí, en medio de los Andes, reconstruyendo una novela digna del género fantástico.

Parecían estar cerca, pero el paisaje quebrado todavía no dejaba divisar aquel valle, que no era tal, sino un terreno menos empinado que el entorno, pero que estaba igualmente inclinado hacia el noreste y donde un gran glaciar, que se elevaba hacia las cumbres que marcaban el límite con Chile, parecía ser el dueño del lugar. Luego de transitar por una tediosa senda que en forma de caracol les permitía vencer el desnivel, y casi sobre el final de la quebrada, los primeros en la caravana gritaron desencajados que podían ver unas cruces. El paso cansino y seguro, le dio lugar a una marcha ágil, que parecía ignorar el agotamiento que cada uno llevaba tras las jornadas de travesía. Las cruces, enterradas en un roquerío sobre uno de los laterales del glaciar, estaban cada vez más cerca, no eran imponentes, pero ganaban en presencia por lo que representaban.

Carlos, a medida que se acercaba, ya no podía ocultar su emoción. Tomó su cámara y como nunca (odiaba el trámite de sacar fotos o grabar), comenzó a registrar en video aquellos instantes. Trataba de relatar dónde estaba, algo más que obvio a esa altura, pero su voz, entrecortada por el impacto y el cansancio, le impedía describir su entorno con objetividad. Sólo él podía dimensionar el significado que le representaba estar ahí. Enumeró algunos de sus compañeros de ruta, y tratando de ocultar las lágrimas que ya estaban secas por el viento, guardo de nuevo su cámara: ya había documento lo necesario como prueba de su paso por aquel sitio, el resto sería completado con su relato una vez en casa.



Las cruces no estaban solas, las acompañaban un sinnúmero de placas de familiares y expedicionarios que a lo largo de los veranos habían llegado para rendir homenaje. Debajo del lugar que estaban pisando, estaban enterrados los 29 fallecidos del accidente, algunos cremados y vueltos a traer y otros que nunca dejaron los Andes. Muy cerca de allí, en un espacio de unos dos metros por cuatro, restos del avión: bobinas, cables, pedazos de aluminio. Un poco más allá, un monolito de color negro, imponente ante tanta nada, con los nombres de los muertos y los sobrevivientes grabados en la piedra. Era el tótem que había construido, unos cuatro años antes, Las Leñas S.A., el conocido centro de ski, que hoy era el propietario de esas tierras. Aunque sonaba raro, ese lugar que parecía tan distante de un registro de la propiedad, tenía dueño y no precisamente aquellos que lo habían habitado durante 72 días.

Eso era todo, en el lugar no había más rastros de presencia humana, ni el fuselaje tubular que les había servido de refugio a los sobrevivientes, ni la cola de la aeronave hallada mucho más arriba en el glaciar, formaban parte del paisaje. Para Carlos, que seguía sin creer donde estaba, la ausencia de esos íconos tan representativos de la historia, no constituía problema alguno. Caminó como pudo por el hielo, y mientras lo hacía, parecía adivinar dónde se había ubicado el fuselaje en medio de tanta inmensidad, lograba meterse en la piel de algunos de los que, luego de terminada la carrera alocada de la máquina de la Fuerza Aérea Uruguaya, salieron de entre los hierros retorcidos y caminaron sobre ese mismo suelo helado sin creer que aún permanecían con vida. Carlos, para este momento, ya había entablado un diálogo personal con el lugar y su historia, y en cada rincón, tras años de recopilar información del accidente, parecía hallar referencias que le sonaban familiares.

Dicen que la nariz y el tubo donde los sobrevivientes se refugiaron del frío, fueron desmantelados y bajados por Gendarmería Argentina, para que ya nadie vuelva a utilizarlos como hogar improvisado en las excursiones sucesivas. Según los conocedores del lugar, bajo la gruesa capa de nieve y hielo, permanecía todavía un ala, sepultada por los inviernos posteriores al accidente, y al final del glaciar pendiente abajo, en las nacientes del Río Lágrimas, la cola, que se dejaba ver desde algún promontorio, pero que en esa ocasión, ni los guías, ni Carlos habían podido distinguirla de entre las rocas.

La sensación de ahogo era tremenda, como estar dentro de un gran anfiteatro cerrado herméticamente. La visión desde allí, no dejaba ver nada más allá de los picos del sur, el norte y el oeste. Hacia el este, desde donde provenía la expedición de Carlos, si bien el terreno no estaba obstaculizado por las cercanas paredes rocosas que dominaban el panorama restante, no se veía ninguna meseta en la que pudiera encontrarse rastros de civilización, solo los contornos de más montañas y el imponente Cerro Sosneado, mole gigante ubicada en plena precordillera, pero que por sus dimensiones era digna de formar parte de los Andes centrales.

Desde aquel sitio desolado, sonaba lógico que los uruguayos no tuvieran ninguna perspectiva cierta sobre la ruta a seguir para encontrar ayuda. A principios de los ‘70, eligieron la vía más difícil, casi imposible de realizar hoy hasta por el andinista más experimentado, atravesar las cumbres del oeste y buscar la salvación hacia Chile, la travesía les llevó diez días y fueron encontrados casi moribundos por el arriero que les prestó la primera asistencia. Carlos y sus compañeros, a diferencia de los jóvenes del avión, tenían la tranquilidad de conocer el camino más sencillo para regresar a casa.

Luego de dos horas de permanencia, era momento de la retirada, antes, reunidos frente a las cruces, toda la comitiva se unió en un rezo, era el instante de homenaje a las víctimas. Carlos, tomó su mochila como el resto, y emprendió la vuelta al campamento, al día siguiente junto a algunos de los expedicionarios, volverían a pasar por el valle para ascender hacia las salientes donde había impactado el avión. La marcha hacia las carpas los encontró en silencio, todavía impactados por lo vivido. Recién en la cena volvieron a ser los de siempre, aquellos que cada noche, desde el inicio de la travesía y antes de meterse en las bolsas de dormir, conversaban sobre los sucedido en la jornada de aventura.

Día 4

Tras pasar la primera noche en el campamento tres, la propuesta de los guías fue clara: ascender al punto donde el avión golpeó con las rocas y se partió en dos. El plan era sólo para quienes se sentían con ánimo, fuerzas y con expectativas de vivir un día físicamente intenso. Carlos, que ya experimentaba algo de cansancio, realizó rápidamente su habitual balance entre esfuerzo y disfrute, y concluyó que se encontraba apto para emprender el desafío. La idea era subir de nuevo hacia el Valle de las Lágrimas e inmediatamente después de pasar por los monolitos, desviar con dirección sur, para remontar un complejo desnivel de 600 metros a través del glaciar y finalmente llegar al filo en cuestión, que además conformaba la línea divisora de aguas, límite entre Argentina y Chile.


Salieron bien temprano, a las siete, y a diferencia de los días anteriores, la caravana estaba liderada por los guías, que esta vez habían decidido marchar primeros en la fila ya que los aguardaba el tramo más difícil de todo el viaje. Carlos y Adrián integraban el grupo de 20 expedicionarios que habían aceptado la iniciativa, los diez restantes, los esperarían en la zona de acampe con una suculenta cena. El equipamiento para la ocasión era diferente, ya que el esfuerzo que demandaba la ruta, los obligaba a llevar menos peso en sus mochilas: una vianda, dos o tres litros de agua y pertrechos para pasar el frío, eso era todo.

No hubo sobresaltos hasta llegar al Valle de las Lágrimas, el camino ya era conocido, y si bien no era del todo sencillo, los montañistas cumplieron con el recorrido. La máxima exigencia llegó al momento de iniciar el ascenso a través del glaciar, era una ladera muy empinada que además estaba revestida en hielo. Para cumplir con lo planificado se hizo necesario, más que nunca en toda la expedición, respetar a rajatabla la técnica que se aplicaba en este tipo de subidas. Quienes estaban a la cabeza de la fila eran los que tenían más fuerzas, y ese mote los hacía llevar a cabo la tarea de abrir una brecha en la nieve, clavando violentamente la punta de su calzado en la superficie helada, para dejar conformado el camino que el resto iría pisando.



El avance era muy lento, pero aumentar la velocidad implicaba un agotamiento irreversible en cuestión de minutos. Carlos, el más grande de toda la expedición, debió reducir aún más su marcha y así lograr una lenta, pero sostenida continuidad. Daba un paso y tenía que hacer dos inspiraciones de diez segundos, y si bien era un proceso extremadamente parsimonioso, Carlos nunca dejaba de subir. El resto, se adaptaba al ritmo de los más lentos, eso era ley. El ascenso en forma lineal hacia arriba tampoco estaba permitido, para vencer la pendiente, la vía se abría en zigzag.

La posición del sol marcaba el mediodía y lejos de detenerse para almorzar, Carlos y el resto continuaban subiendo. De pronto, la profundidad de la nieve sorprendió a uno de los primeros caminantes que dio un alarido corto, producto del susto que le llevó el enterrarse. La temperatura y los rayos solares habían derretido la nieve, y el suelo ya no estaba tan firme. El trayecto hasta la cima se terminó haciendo sobre una superficie inestable, donde en todo momento la nieve llegaba hasta las rodillas. Eran las dos de la tarde cuando Carlos, después de un periplo muy penoso, agotador, y complicado, llegó a la línea divisoria de aguas. Quienes lideraban el grupo ya estaban recostados sobre las rocas tratando de reponer fuerzas.

El panorama desde esa ubicación era inmenso, ya no estaban encajonados como cuando habían visitado el Valle que ahora divisaban hacia el noreste. Resultaba difícil dimensionar la violencia del impacto de la aeronave sobre esas piedras que parecían dientes a la espera de una presa. Mientras sus compañeros, que yacían desplomados de la fatiga, respiraban agitados tras el tedioso camino, Carlos volvió a sacar su cámara y comenzó a describir el entorno. Hacia al oeste, la miraba se le perdía entre tantas cumbres, el blanco y el marrón, eran los colores que dominaban el paisaje hasta confundirse con el horizonte, ningún rastro de vida vegetal hacia aquél sector. Por el este, el panorama no era tan diferente, aunque podía distinguirse que la altura de las montañas tendía a disminuir. Orientado con posición noroeste, Carlos identificó el Monte Seler, que llevaba el nombre del padre de Nando Parrado, uno de los sobrevivientes de los Andes, que así lo bautizó cuando encontró su cumbre en su cruzada por llegar a Chile para pedir ayuda.



Desde aquella posición, Carlos entendía la disyuntiva que habían vivido Parrado y su compañero cuando pudieron llegar al pico vecino: seguir con dirección oeste, o virar y caminar hacia el este en busca de la salvación. Finalmente, los uruguayos optaron por la peor ruta y continuaron hacia el oeste. El lado chileno tenía una pendiente muy abrupta, y tratar de descender, implicaba perder la vida entre las piedras. En el ’72, un inverno histórico había generado más nevadas que en otras ocasiones, fue por ese motivo fortuito que los rugbiers, dispuestos a encontrar una salida a su pesadilla, sobrevivieron a la bajada del Monte Seler, que con tanta nieve en sus laderas, suavizaba las caídas.

El cansancio le dio paso a la alegría por conquistar la cumbre y el viento intenso que barría la nieve a sus pies, los obligaba a gritar para poder escucharse. En ese contexto de clima extremo, la picardía de Carlos afloró y junto a otros compañeros decidieron orinar justo en la parte superior de las rocas, pensando, con una ilusión infantil, que la mitad del pis se iría hacia el Atlántico y la otra hacia el Pacífico. Pese al agobio generado por la aventura, Carlos mostraba su buen humor, que también sería protagonista en las jornadas subsiguientes hasta terminar el viaje.

El descenso no fue tarea sencilla, es que la nieve de la ladera estaba ahora más derretida, ya que el sol había pegado fuerte también en la tarde. Si bien ahora tenían el desnivel a su favor, en ocasiones debían luchar contra la nieve pesada que les llegaba hasta la cintura. Así y todo, el regreso era un bálsamo comparado con lo duro que había sido el recorrido de ida. Desandado el camino hasta el campamento tres, quienes se habían quedado en las carpas disfrutando de un día de descanso, recibieron a los exhaustos compañeros con una suculenta sopa. Carlos, aliviado tras la llegada, tomó cinco jarros de una cena que fue para él la mejor de toda la expedición. Con la panza llena, y vencido por el sueño, Carlos buscó su carpa para descansar, de relatar el duro periplo hasta la cima, se ocuparían sus acompañantes.

Día 5

Con la alegría que significaba el haber cumplido con un anhelado sueño, Carlos despertó esa mañana y después del desayuno, junto a sus compañeros, comenzaron a levantar el campamento, mientras conversaban sobre todo lo acontecido. Respetando la misma organización que a la ida, cada grupo con autonomía de conocimientos y herramientas, emprendieron el regreso por la misma senda. El cruce del Río Lágrimas, aquel que en sus nacientes alojaba a los fallecidos que no resistieron la espera del rescate, se realizó casi como un trámite, y los guías, que observaban el proceder de sus alumnos, parecían estar más que satisfechos del comportamiento que demostraban los montañistas.

Al momento de caminar por el llano donde hacía dos noches habían armado el segundo campamento, lo pasaron de largo, y mientras la marcha continuaba, alguno recordaba el percance vivido con un calentador mientras cocinaban la cena después del segundo día de trekking. La noche la pasarían en el primer campamento, justo antes de cruzar el Barroso. Para Carlos, el descenso, si bien requería de la atención para evitar el tropiezo o alguna lesión, sobre todo en los tobillos, era una instancia para relajarse y disfrutar del paisaje a cada paso. Es así como la charla con Adrián, su compañero de ruta, ahora surgía espontáneamente y giraba en torno a las características geográficas del lugar por donde transitaban.

Finalizada la caminata del día, la noche se hizo presente y encontró a los expedicionarios cenando juntos, las anécdotas sobre excursiones anteriores fluían como el agua del río que corría ruidosa muy cerca de ellos. Parecía que solo faltaba una guitarra para cantar una que todos supieran, pero era imposible cargar con semejante instrumento hasta esas latitudes, ya tenían bastante con el equipaje característico del acampante. Pero Carlos, tenía un as y no precisamente bajo la manga, él lo llevaba en su riñonera: una armónica con la que comenzó a interpretar canciones de la infancia, que el resto de la comitiva reconoció con facilidad y cantó con letras improvisadas entre carcajadas que surgían sinceras. Todos fueron a dormir con una sonrisa, al amanecer iniciarían la jornada final de la travesía.

Día 6

El Río Barroso parecía traer menos agua que en la primera jornada, es que ahora lo estaban cruzando bien temprano y el calor del sol todavía no agilizaba el deshielo. La tarea de vadear este río marcaba el inicio de las actividades del último día, esa noche descansarían de nuevo en el Refugio Soler, y en la mañana, emprenderían el regreso a casa. El trayecto en bajada les permitía detenerse cada tanto para tomar fotografías del contingente, y los grupos, que en el ascenso circulaban separados entre sí, ahora transitaban juntos la senda paralela al Río Lágrimas. Carlos, tocaba la armónica en movimiento, algo que no podía hacer en las etapas de subida, y las familiares melodías acompañaban el ritmo acompasado que los pies daban sobre el pedregullo.

Al momento de arribar a la margen oeste del Rosado, los esperaban de nuevo los baqueanos y sus caballos que, con precisión de relojeros, habían acudido a la cita en fecha y hora exacta para ayudar a los aventureros a franquear los próximos dos caudales. Carlos y Adrián fueron de los primeros en subirse a los equinos y cruzar del otro lado, tarea que les permitió tomar de nuevo la delantera y llegar antes al último río que tenían que traspasar. Llevaban tanta ventaja, que Carlos decidió tomar un baño en las heladas aguas del Atuel, el buen clima, el perfecto estado de ánimo y la necesidad de acicalarse después de varios días de baños turcos, lo hacían necesario. Luego de casi una hora, arribó al lugar todo el contingente y los caballos, que los asistirían en el obstáculo final.

Una vez concluida la operación de cruzar el correntoso Río Atuel, la tarea de reunirse en torno al viejo refugio abandonado por Gendarmería resultó ser una labor sencilla. A pesar de ello, no había uno solo de los expedicionarios que no manifestara su cansancio, acumulado durante la larga marcha de la jornada, sumado a los días precedentes. Pese al agotamiento, la alegría de estar cada vez más cerca de casa se hacía visible en el rostro de Carlos, para él, el objetivo estaba cumplido si podía disfrutar de una aventura y regresar a su hogar, más allá de poder pisar la cumbre, o el sitio del accidente, para el caso particular de esta travesía. Su objetivo, el de reencontrarse con los suyos, estaba solo a un viaje en camioneta, sin pendientes escarpadas, ríos caudalosos, o terrenos inestables que transitar a pié.

Una vez en el puesto, a la vera del camino que ascendía hacia la antigua mina de azufre, los arrieros que les habían dado una mano en el cruce de los ríos, ahora les tenían preparada una sorpresa: siete chivos a la parrilla, que resultaban ser un plato más que delicioso, luego de los almuerzos pasados por alto y las cenas de campaña a las que se habían acostumbrado. Carlos devoró cada una de las porciones y se encargó, uno por uno, de sacarle hasta el más mínimo resto de carne a cada hueso. La sensación de saciedad que no habían experimentado en días, ahora se apoderaba de todos. La comida le dio lugar a la diversión, y los flashes no tardaron en llegar para inmortalizar los rostros felices de cada integrante del grupo.

La noche se cerró sobre el lugar y sabiendo que al siguiente día ya estarían de nuevo en familia relatando las alternativas de un periplo exitoso, se recostaron dentro de sus bolsas de dormir, algunos bajo el refugio ruinoso, tal cual al inicio del recorrido, otros, como Carlos y Adrian, dentro de la carpa que habían armado por última vez. Esa noche, Carlos no pudo evitar pensar de nuevo en los uruguayos.

Trató de imaginarlos una vez más en los Andes, durante la última noche junto a los carabineros chilenos, que habían llegado en helicóptero a la zona, trasladados por los mismos rescatistas que al día siguiente iban a devolverlos a la civilización. Tropas que llegaron guiadas por Nando Parrado, que junto a Roberto Canessa había caminado en la nieve buscando una salida a la trampa que tenía a sus compañeros sentenciados de muerte. La sensación experimentada por los jóvenes en aquel final de la historia, tenía en común con la del ingeniero de 56 años, el estar seguros de regresar a casa. La diferencia radicaba en que durante toda la aventura, y a pesar de los tramos más duros, Carlos disfrutó sabiendo que su vida no estaba en riesgo, los rugbiers perdidos, en cambio, transcurrían cada jornada con la muerte tras de sí, ya que para el resto del mundo, estaban muertos.

Carlos cumplió con el anhelo de conocer el lugar que durante años había imaginado, pero la realización del sueño no parecía modificar demasiado el semblante castigado por los años y el sol reflejado en la nieve. Pese a emprender esta expedición aplicando los mismos principios que en las anteriores, él sabía que de no lograr acceder al Valle de la Lágrimas, el regreso a su casa iba a ser un poco más amargo comparado con otras ocasiones donde no había alcanzado la cima. Pero Carlos prefería continuar sosteniendo su postura y privilegiar el disfrute frente al esfuerzo a cualquier precio, incluso resignando la visita al sitio protagonista de sus desvelos. La vuelta a Rufino, después de aquella última noche y de la despedida afectuosa de sus compañeros, lo iba a encontrar planificando una nueva cita con su gran amor, la montaña.